La faz de la tierra

PILAR CASTRO | El CULTURAL, 06/01/2012

Juana Salabert: La faz de la Tierra
Alianza. Madrid, 2011. 249 pp.

No hay título de Juana Salabert (París, 1962) que no merezca atención crítica, desde Varadero hasta este último, La faz de la tierra, pasando por Arde lo que será o El bulevar del miedo. Frente a ellos es imposible evitar la sensación de que componen un ejercicio de construcción constante en el que la escritora desnuda su percepción y su compromiso con la vida en una pertinaz muestra de rigor y coherencia. Desde luego sus argumentos lo corroboran, canalizando, desde un estilo pulcro y culto, un credo narrativo que no disimula ni sus filias literarias ni su pasión por ese ejercicio.

La faz de la tierra refleja la madurez de ese modo de contar a la hora de reparar en infamias invisibles que derivan en dramas irreparables. Aquí lo confirma la historia que hilvana la vida de Ela a la de sus familiares más próximos, convirtiendo en centro del relato la trastienda de la vida familiar, el cuarto de atrás de cada uno de sus miembros.

Arranca el libro con su voz, en primera persona. Para ser precisos es la voz de una conciencia relatando y componiendo su historia, en realidad deconstruyendo, con la técnica de la memoria, todo el relato, que arranca con el final de la vida de la joven, única superviviente de un accidente en el autobús al que se subió en Finis (territorio norteño que presta identidad a otras historias de esta autora) con destino a Madrid. Así entramos en la novela, con Ela huyendo: de Álvaro, su marido; del recuerdo de un bebé que murió de muerte súbita; del estado depresivo y acobardado en que fue cayendo desde entonces, del ser sin voluntad en que se convirtió. Pero se atravesó la ironía trágica, y buscando hallar la vida en otra parte encontró un final para su historia. Su relato se quedaría en mero testimonio introspectivo de una joven que recorre su niñez y su juventud, a golpe de ráfagas y sugerentes elipsis, y recompone cómo entró en su vida el trato violento y vejatorio de su pareja; cómo se reencontró, durante un Erasmus, con el joven codiciado por todas sus compañeras en los años escolares y se dejó seducir por el hasta acabar formalizando una relación “normal” en la que, al irrumpir el drama de la muerte del bebé, se desataron reacciones hasta entonces silenciadas. Pero eso es sólo una parte: su voz, directa y sola, sustenta el cuerpo de una compleja estructura que va permitiendo el relato sincopado de quienes esperan, en una sala del hospital, a que un médico resuelva la incertidumbre del coma.

Son el marido, su suegra, su hermano y su cuñada, cada uno aportando su punto de vista; son los miembros de una familia sin signos visibles de daño alguno (salvo los cardenales de Ela), aunque tocados por marcas que da miedo nombrar, y de las que huyen con la escaramuza de silencios que no curan. Más lejos le espera, ajeno a todo, el amigo de su infancia, víctima de otra clase de pequeñas infamias que asolan la faz de la tierra.

Sería ocioso hacer objeciones a un relato tan contundente y tan difícil por su tema, por estar tan cerca de la realidad en la ficción, por acertar con el modo de nombrar miedos impronunciables.

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