Donde siempre es octubre

 Pilar Castro. EL CULTURAL, febrero 1999.

Espido Freire: Donde siempre es octubre. Editorial Seix Barral, 224 pp. 


Como fue Macondo para García Márquez, Comala para Rulfo, o el condado de Yorknapatawpha para Faulkner. Como Vetusta para Clarín o Castroforte para Torrente. Así es Oilea para su autora. Un escenario inmóvil, hermético, hostigado por una atmósfera asfixiante, habitado por un tropel de personajes que entretiene con un puñado de deseos intransitivos. Donde la realidad no se opone al castigo del aburrimiento; donde la vida, siempre igual, se nos cuenta en historias pequeñas, tantas veces más próximas a la verdad que las escritas y publicadas con H mayúscula. Como diría Onetti. Porque Oilea, la ciudad circular, donde siempre es octubre también es como su Santa María. Un lugar de los que suelen ser tildados de territorios míticos por existir sólo en el espacio de la ficción, como pensado para representar el mundo. Mejor dicho: un mundo. El que quiere contar Espido Freire (Bilbao, 1974) a través de esta novela; la segunda desde que hace un año se dio a conocer con Irlanda, otra historia, mucho más sencilla en sus medios y de trama menos ambiciosa; pero anunciadora de posibilidades que aquí la revelan exigente y sorprendente, capaz de refundir voces maestras y estilos procedentes de la literatura occidental en unos modales expresivos soberbios, en una capacidad persuasiva poco común.
Quizá sobrante de algunos tópicos, de algún que otro tic iniciático, fácil de pulir. Nada que estorbe a esta valiente y arriesgada propuesta narrativa. Que advertimos cautivadora para quienes disfruten de esos lugares donde los únicos sobresaltos derivan de una acción desencadenada por palabras llenas de soledades, recuerdos, secretos y confidencias que acogen y sobrecogen. Que lastiman a sus sujetos porque sólo las piensan, las lamentan o las desean. No las comparten.
Se nos ofrecen como parte de un discurso que simula perderse en un nosotros, fragmentario, lleno de sutilezas, ambigüedades y agudas elipsis temáticas y temporales. Al modo de las novelas corales en las que cada uno, cada una, al hilo de un recuerdo siempre resumido en el mismo, el único en el que se reconocen, rompen a hablar, entre retazos de historias que se rozan unas a otras. Porque confían en la sagacidad del lector para saber deducir y recomponer lo que parece perderse entre tantas voces.
Ellas nos van dando signos de esa ciudad sin antes ni después, acomodada en la rutina de una existencia de órdenes impuestos por costumbres rancias. Regida por un tiempo que nadie asume, pero nadie puede impedir; y así llega octubre, cada año, subrayando su paso. Como en Santa María, la misma quietud tomando la ciudad y sus gentes, devorándolas a su antojo, como sólo ocurre cuando el tiempo insinúa su protagonismo erigiéndose en el contenido de acciones inmóviles, y también en su fondo.
Como en Oilea. Donde el amor, el rencor, el odio y la crueldad son los movimientos más transitados por el tropel de personajes sobre el que se sostiene. Aunque son las mujeres quienes más las padecen. Ellas ocupan el primer plano de ese micromundo atosigado por los límites de sus imperativos físicos, sociales y morales. Los primeros vienen impuestos por una calle que divide la ciudad en Norte y Sur, la calle del Cerezo, imponiendo las dos zonas de la vida dentro de ella. De un lado sus hijos predilectos, la fábrica y sus dueños, los encuentros en el casino, los conciertos de violoncelo..., para disfrazar el aburrimiento. Del otro gentes deseosas de otra vida, de otro lugar más allá de Oilea , de probar el mundo de otro lado. La misma espiral de rutina. Al fondo la presencia del cementerio presidiendo estas vidas mortecinas, acogiendo la indiferencia ante los muertos de los dos lados de esta historia.
En ella puede oírse el duelo de amor de muchas mujeres; puede verse a otras que no esperan demasiado de él. Puede distinguirse la traición y es posible leer en sus gestos la rabia y el rencor. Quizá por culpa de un hombre en el que todas pusieron la medidas de sus deseos. Pero así fue, hasta la última noche de Oilea. Como cuenta esta leyenda que ha prometido convertirse en el principio de una trilogía desde ahora esperada para confirmar a su autora con otra historia como ésta, larga, entrecortada, llena de momentos brillantes y misteriosos... Son palabras de Onetti.

Primer amor


PILAR CASTRO | EL CULTURAL, 18/10/2000

Espido Freire: Primer amor. Temas de Hoy. Madrid, 2000, 215 pp.

 

Espido reivindica la necesidad de saltar de una vez del cuento a la vida, pues esas historias son responsables de ilusiones que no caben en el mundo real


Del amor, las mujeres, los hombres y la vida trata este libro. Dicho así puede parecer uno más entre la amplia y variada gama de discursos de carácter divulgativo llamados a tener buena acogida porque a todos señalan con títulos que invitan a enredarse en consideraciones sobre las emociones humanas. Y es que el amor -muchos lo han dicho, aunque pocos, como Benedetti, han acertado a expresarlo tan certeramente- “es uno de los elementos emblemáticos de la vida. Breve o extendido, espontáneo o minuciosamente construido, es de cualquier manera un apogeo en las relaciones humanas”. Y en su enigmática fuerza busca empuje, también, este volumen singularizado más que por sus argumentos por el original planteamiento de su autora. Es lo último de Espido Freire (Bilbao, 1974), una voz ya con un nombre propio cosido a tres novelas -Irlanda, Donde siempre es octubre y Melocotones helados- de espléndida acogida y el último premio Planeta a sus espaldas.

Pero lo de ahora no es ficción, aunque tire de ella, y de la memoria, para convocar a un tropel de protagonistas y situaciones del imaginario infantil con el fin de ilustrar su propuesta, que consiste en ofrecer su personal visión de un “espinoso tema”: el del “primer amor”, que “no es siempre el primero -aclara- sino el que ha quedado fijado de forma indeleble. El que sirve de referencia y guía para las relaciones posteriores”. Porque “no se siente más amor que el primero”, el único -sostiene- que resume “lo mejor y lo peor de la experiencia sentimental”. Así de categórica se muestra la autora al respecto, y para argumentar que en ellos pesa el lastre de lo aprendido en las nada inocentes historias infantiles acude a algunos de los ejemplos literarios míticos, como Cenicienta o La Bella Durmiente, a los príncipes que requerían sus amores, y a las hadas que resolvían con la magia los impedimentos sociales o morales. A partir de ellos recrea modelos y arquetipos humanos y compone la trama de los amores que unas y otros protagonizan. En ella entrarían la categoría de “los tímidos”que prefieren optar por objetos de amor “imposibles”, la de las “heroínas” resignadas al “sufrimiento” de sus amores “siniestros”, la de las relaciones “convencionales” convertidas, con el tiempo, en “cobijo contra el mal tiempo”, y la de los amores “furtivos”, los que se asumen “invisibles” porque el suyo es otro “modo de amar”.

¿A dónde le llevan esos personajes? A reivindicar la necesidad de saltar de una vez del cuento a la vida, a desasirse del efecto de lastrosos patrones y a concluir que, de alguna manera, esas historias son responsables de ilusiones que no caben en el mundo real. Al menos en la realidad de un tiempo como el presente, en el que tanto parece haber cambiado la idea del amor y de las relaciones afectivas y tan escasos son los resultados; en el que “las mujeres han evolucionado tremendamente y los hombres no han cogido su paso”, en el que urge disipar fantasías y miedos para atenuar los efectos de tanta “acción heroica” sobre el “primer amor”.

Estas consideraciones contienen las ideas más graves y afortunadas del libro. En ellas se reconoce a una escritora tajante y dinámica, de ideas firmes y firmeza a la hora de exponerlas. No sucede lo mismo con el grueso del libro que, aunque funciona con eficacia gracias a un material de fondo bien aprovechado, al ingenio del planteamiento y a las agudezas de las que bebe su buen estilo literario, muestra gateras. Que tienen más que ver con las razones sustentadas para justificar la rotundidad de su idea inicial, forzada a responder a lo anunciado en el título, con la exposición de sus motivos, que en ocasiones se dispersan en reflexiones generalizadoras en torno al amor, las mujeres y la vida, que con la reserva de recursos expresivos de los que hace gala. En ellos están sus mejores aciertos, y ¡claro está!, en el enfoque: en la idea de tirar de la memoria para evidenciar la necesidad de lanzarse a la conquista de un territorio personal que deje de rendirle vasallaje a la gramática de los cuentos de hadas.

El verano de la nutria

PILAR CASTRO | EL CULTURAL, 02/07/2010

Milagros Frías: El verano de la nutria. XXI premio Torrente Ballester. Algaida. Sevilla, 2010 297 pp.

Sostienen las últimas corrientes del pensamiento social que el hombre contemporáneo vive asediado por miedos inconcretos que le mantienen en una ansiedad constante ante posibles peligros que puedan acecharle. “Miedo líquido”, sostienen. Miedo al miedo, inconcreto e invasivo, como el que ideó Isaac Rosa para El país del miedo, una historia inquietante, merecidamente elogiada. Miedo a perder falsos equilibrios alcanzados, a sufrir, a vivir con intensidad, a aproximarse al riesgo, a perder…, como le ocurre a Clara, la narradora protagonista de El verano de la nutria al comienzo de lo que acaba siendo una aventura inolvidable.

Pero esto es sólo parte de la ambiciosa composición con la que la escritora Milagros Frías (Paisajes de invierno, La alambrada de Levi) mereció el último premio Torrente Ballester. Parte de una intención que persigue el respaldo de cierta trascendencia al ofrecer la peripecia externa como una vía para alcanzar el verdadero conocimiento de quien uno es. Ésa es la fuerza que empuja al personaje de Clara: una mujer de 28 años, traductora, aferrada a una relación cómoda, aunque anodina, y a una vida sin grandes curvas. Lo insólito le llega de la mano de una hipoteca impagable, la ruptura inesperada con su pareja y un golpe de suerte que le invita a perderse en unas vacaciones escogidas al azar: de Madrid a un resort en Indonesia. No imaginaba una parada en Yakarta y su imprevisible cambio de rol: de ingenua turista a “extraña víctima de un extraño asunto”. De mujer segura y distante, a verse víctima del miedo, el horror y la vejación.

El viaje que resulta entre una y otra lo narra ella misma en una retrospectiva que convierte en trepidante novela de acción y suspense, apta para lectores adictos a la acción en estado puro, y para contentar a quienes buscan cobijo en una esmerada factura. Quizá la única objeción la merezca la verosimilitud del trasiego de peripecias que, desde el arranque, extreman situaciones que conducen la acción por vericuetos imposibles de prever. Pero el conjunto funciona muy bien. Incluso cuando se precipita el final y planea sobre él el riesgo de una solución tan imprevisible como lo leído.

Vidas prometidas

PILAR CASTRO | EL CULTURAL, 09/09/2011

Guillermo Busutil: Vidas prometidas. Tropo editores. Zaragoza, 2011. 186 pp.

El nombre de Guillermo Busutil (Granada, 1961) aparece una y otra vez del lado de los que más y mejor cuentan en castellano: Los laberintos invisibles, Confesiones de un criminal, Moleskine, … son sólo algunos de los volúmenes de cuentos que le han conducido a la posición admirable que destacamos. Posición que no es fácil de mantener sin rendirse a otros modos y pautas convencionales, pero Busutil lo ha logrado hasta ahora, siempre con merecida atención crítica, y lo confirma una vez más con este último título, Vidas prometidas: trece relatos intercalados con asombrosos ¡¿microrrelatos?! y un epílogo mínimo que declara las intenciones de un narrador que no disimula su identidad. “No soy un gato pero he conocido muchas vidas, […], vidas imaginarias, odiseas de vidas y vidas que me contaron. Cada una era la historia de una vida prometida”.

¿Cómo dispone de esas vidas? Siempre desde el lado del relato literario: el que toma su material de realidades que explora y recrea el dominio de la palabra. El que, en palabras de Marsé, caligrafía los sueños. Lo expresa como ninguno “La siesta de Odiseo”, dominado por una voz que regresa a los calurosos veranos de la infancia, a la reconfortante soledad de aquel tiempo en el que aprendió en la ficción otros modos de “ser otro”; veranos conducidos por los relatos del abuelo narrando la vida como un viaje con dirección a uno mismo. Pero se puede empezar por el primero, “Estrella sin ley”, y entrar de lleno en la intensidad de su naturalidad constructiva al alternar la narración del deseo de un niño de marcar un gol en un partido trascendental para él con su admiración por lo aprendido en las novelas del oeste, donde descubrió el valor, la lealtad, la unión del grupo.

A partir de su lectura es imposible no asomarse al resto sin admirar la expresividad de todos sus matices, la destreza con que articula el presente de sus personajes, atrincherados por la presión debida a la suma de sus respectivos pasados y las ambiciones que les empujan hacia el futuro. Son vidas reales, hechas de verdades y mentiras, de memoria y ensueños, de deseos sin abrigo.

Viven acorraladas por los fantasmas de la realidad actual: el paro, el acoso y la envidia en el mundo laboral, la difícil conciliación laboral y familiar, la ambición de poder. A veces se paran a hacer balance, y cambian de sentido; a veces la vida se esconde tras un par de zapatos con historia; en alguna ocasión el deseo viaja en autobús y logra darle la vuelta al amor en un día de lluvia. Este último, “Un paraguas amarillo”, sirve de gratificante cierre a tantas razones a favor de su lectura.

Cenicienta en Pensilvania

PILAR CASTRO | EL CULTURAL, 24/06/2011


Cristina Cerrada: Cenicienta en Pensilvania. Premio Ciudad de Barbastro.
Editorial DVD. 188 páginas. 

Es poco frecuente una trayectoria como la de esta narradora madrileña (1970), erizada con títulos y reconocimientos que destacan la calidad de su escritura y reafirman su tesón por ofrecer relatos valientes en sus enfoques, nada convencionales en su diseño.

Las páginas de Cenicienta en Pensilvania contienen un formato que no se lo pone fácil a lectores cómodos, a medio camino entre el story board cinematográfico y la sucesión de secuencias que registran el testimonio de voces aportando distintas versiones de quién fue la protagonista de esta historia cuyo 'montaje' se nos encomienda, cuando acabamos su lectura. Se trata de la vida de Mary: éxito y fracaso. Es la historia de un mito del cine sirviendo de cauce a tantos relatos sobre la formación de la identidad. Mary no conoció a su padre, lo que no impidió que se lo inventara, y ahora busca a su madre, y a sí misma. Con 17 años se enamora de un magnate del cine, pero es frío, y ella necesita la mirada de otro hombre, impetuoso y cálido. Tampoco este le sirve, ni es ese el verdadero asunto. El asunto es su historia, la imposible conciliación entre ficción y realidad. Todo acompasado por una banda sonora triste que subraya su soledad.

Pero sigo siendo el rey

PILAR CASTRO | EL CULTURAL, 19/06/2009


Carlos Salem: Pero sigo siendo el rey.
Editorial Salto de Página. Madrid, 2009. 352 pp.

Dice no ser español ni argentino sino “argeñol”, hombre de ninguna parte y de todas a la vez. Dice haber nacido en la Semana Negra de Gijón, con Camino de ida, para más señas, y siguió esa dirección con el irreverente y tronchante lance de Matar y guardar la ropa, tras el que volcó su inclasificable ímpetu narrativo en relatos (Yo también puedo escribir una jodida historia de amor) que nada dicen de asuntos policiales pero se expresan con la misma distancia irónica frente a cualquier indicio de trascendencia. ¡Ah!, y para quienes tengan conocimiento de la materia tratada en cada historia dice también que en esta tercera novela se vio obligado a hacer retornar a algunos de sus personajes anteriores, el ex guerrillero Soldati, por ejemplo, o a Arregui, el detective “tristón” que surgió del mexicano Belascoarán, secundario en la anterior, donde destacó por una ejemplar misión: salvar la vida al rey. Esa acción marcó su vida de tal manera que reaparece en esta nueva ficción, cinco años después de aquello, con 44 años, retirado de la policía, siempre con el ánimo sobrecogido por la culpa frente a una relación que acabó de la peor manera, y perseguido por la leyenda de la “medalla” merecida en aquel acto heroico.

De todo ello dejamos constancia, pero hay que añadir que este avasallador narrador, independiente, y nada convencional, imprevisible e imprescindible para quien guste de tramas inclasificables, y más para quien suele acudir al reclamo de la novela policíaca, se atreve con todo. El nuevo reto le lleva a servirse de la parodia como dispositivo que mueve la construcción, la intención y el sentido de la novela. Para ello hace regresar al ex policía Arregui y le encomienda una misión disparatada y absurda, términos que adjetivan y sustantivan un estilo merecedor de toda clase de confianza, pues si el exceso es la única relativa objeción de la que puede ser objeto, el humor, procaz y tierno, protege y vertebra una composición argumental tejida con un arriesgado cruce de perspectivas, entre vaivenes temporales que trenza pasado y presente de la vida de los personajes y de la cada vez menos reciente historia de España. Un estilo, en fin, que logra sazonar con sorna y respeto a raudales el peso de males mayores: las culpas que nos persiguen y nos “frenan”, la memoria que no nos deja vivir, o la ausencia de recuerdos que habrían hecho de nuestra vida otro discurso… La trama que ilustra todo esto suma al protagonismo de “Arregui” el del rey “Juan Carlos I”, y les erige a ambos en la pareja protagonista de una huida sin sentido, al ritmo de la ranchera que ilustra el título, unas semanas antes de navidad, por los pueblos de Portugal y España, disfrazado este último de manera estrafalaria para no ser reconocido, pues aun sin saber quién está detrás de esa encarnizada persecución, se resiste a regresar hasta que no logre encontrar lo que busca en un pasado que no está seguro de haber vivido.

Sobran los motivos para confiar en nuevos encuentros con Arregui. Porque aquí, realmente -como escribe J.R.Biedma en el prólogo-, acierta. De pleno.

Matar y guardar la ropa

PILAR CASTRO EL CULTURAL, 12/06/2008


Carlos Salem: Matar y guardar la ropa.
Editorial Salto de página. Madrid, 2008. 256 páginas.


Quien no haya tropezado todavía con el periodista argentino Carlos Salem (Buenos Aires, 1959), autor de relatos, poemarios, e iniciativas culturales que parecen contar con un séquito de seguidores, tiene dos opciones: comenzar por el principio, su primera novela, Camino de ida, y dejar que su capacidad de asombro vague a sus anchas por un relato irreverente y disparatado, capaz de burlar la trascendencia escudándose en la sin par aventura vital de un personaje surcado por el único deseo de ver muerta a su mujer. O puede comenzar por este segundo intento, que en lugar de un viaje se inclina por la estancia, durante unas vacaciones veraniegas, en un camping nudista de Murcia que acoge las inena-rrables vacaciones de otro estrafalario personaje. En ambos casos, el ritmo trepidante y la excusa negra como acicate para la trama son un acierto y una garantía de diversión; esta segunda apuesta confirma el dominio para el embuste de este atrevido embaucador -en el mejor de los sentidos- y reafirma su pasión por recrearse en un ejercicio metaliterario que consiste en propiciar que el argumento abra la posibilidad de formar parte de otro en el que hallar sentido a través de otra trama que, a su vez, quizá, encuentre otro final al delirio de identidades en el que vive sumido Juan Pérez Pérez, este “nivolesco” protagonista.

Conviene aclarar con un resumen intencionadamente incompleto el dispositivo que dispara la acción: el mencionado personaje, ex marido y padre de dos hijos, asesino a sueldo de una empresa que “administra” la muerte facturando pedidos, comienza unas simples vacaciones de verano para reencontrarse con sus hijos. Un giro inesperado cambia el rumbo del viaje y lo conduce hacia una misión con un objetivo poco claro y un despliegue de situaciones absurdas por donde campean demasiadas casualidades: su ex mujer, un juez incorruptible, un amigo de la infancia con un parche en un ojo y una pierna ortopédica, un pedido sin concretar, una pasión imprevista, un viejo escritor y la inesperada aparición de un policía intelectual, “mezcla de matón y poeta”. ¡Un cuadro de extravagancias sin desperdicio!

Sí podemos constatar que no hay riesgo de distracción, y que así como el final juega a responder con coherencia al despliegue de desatinos, la ironía que envuelve el conjunto y lo trasciende consigue afinar su puntería al contar otra historia. La de una identidad cambiante -el pusilánime Juan Pérez, el “Número Tres” de la empresa de matarifes-, que entra en crisis. Su historia relata su pelea por desprenderse de su ropa, de su oficio, de sus miedos. Acabar con él -¡ya lo leerán!- es su más difícil misión.

La faz de la tierra

PILAR CASTRO | El CULTURAL, 06/01/2012

Juana Salabert: La faz de la Tierra
Alianza. Madrid, 2011. 249 pp.

No hay título de Juana Salabert (París, 1962) que no merezca atención crítica, desde Varadero hasta este último, La faz de la tierra, pasando por Arde lo que será o El bulevar del miedo. Frente a ellos es imposible evitar la sensación de que componen un ejercicio de construcción constante en el que la escritora desnuda su percepción y su compromiso con la vida en una pertinaz muestra de rigor y coherencia. Desde luego sus argumentos lo corroboran, canalizando, desde un estilo pulcro y culto, un credo narrativo que no disimula ni sus filias literarias ni su pasión por ese ejercicio.

La faz de la tierra refleja la madurez de ese modo de contar a la hora de reparar en infamias invisibles que derivan en dramas irreparables. Aquí lo confirma la historia que hilvana la vida de Ela a la de sus familiares más próximos, convirtiendo en centro del relato la trastienda de la vida familiar, el cuarto de atrás de cada uno de sus miembros.

Arranca el libro con su voz, en primera persona. Para ser precisos es la voz de una conciencia relatando y componiendo su historia, en realidad deconstruyendo, con la técnica de la memoria, todo el relato, que arranca con el final de la vida de la joven, única superviviente de un accidente en el autobús al que se subió en Finis (territorio norteño que presta identidad a otras historias de esta autora) con destino a Madrid. Así entramos en la novela, con Ela huyendo: de Álvaro, su marido; del recuerdo de un bebé que murió de muerte súbita; del estado depresivo y acobardado en que fue cayendo desde entonces, del ser sin voluntad en que se convirtió. Pero se atravesó la ironía trágica, y buscando hallar la vida en otra parte encontró un final para su historia. Su relato se quedaría en mero testimonio introspectivo de una joven que recorre su niñez y su juventud, a golpe de ráfagas y sugerentes elipsis, y recompone cómo entró en su vida el trato violento y vejatorio de su pareja; cómo se reencontró, durante un Erasmus, con el joven codiciado por todas sus compañeras en los años escolares y se dejó seducir por el hasta acabar formalizando una relación “normal” en la que, al irrumpir el drama de la muerte del bebé, se desataron reacciones hasta entonces silenciadas. Pero eso es sólo una parte: su voz, directa y sola, sustenta el cuerpo de una compleja estructura que va permitiendo el relato sincopado de quienes esperan, en una sala del hospital, a que un médico resuelva la incertidumbre del coma.

Son el marido, su suegra, su hermano y su cuñada, cada uno aportando su punto de vista; son los miembros de una familia sin signos visibles de daño alguno (salvo los cardenales de Ela), aunque tocados por marcas que da miedo nombrar, y de las que huyen con la escaramuza de silencios que no curan. Más lejos le espera, ajeno a todo, el amigo de su infancia, víctima de otra clase de pequeñas infamias que asolan la faz de la tierra.

Sería ocioso hacer objeciones a un relato tan contundente y tan difícil por su tema, por estar tan cerca de la realidad en la ficción, por acertar con el modo de nombrar miedos impronunciables.